Hay dos momentos de la batalla de Isandlwana que nunca dejan de ponerme los pelos de punta. Una es cuando la patrulla de reconocimiento del teniente Raw se asoma a un barranco y descubre sentados y en silencio a los 20.000 guerreros del principal ejército zulú. Al ver a los británicos, los zulúes se ponen en pie como un solo hombre y echan a correr hacia ellos lanzando su temido grito de guerra “¡Usuthu!”. El otro momento es la de la delgada línea roja de los tiradores del 24º regimiento desbordada por los zulúes que han avanzado desde el horizonte como una marea oscura, incontables como una marabunta, ruidosos como un enjambre furioso, ansiosos de lavar sus lanzas en la sangre del enemigo.
Isandlwana, el 22 de enero de 1879, es la Gran Hora Zulú, la mayor derrota de un ejército moderno profesional –el británico– dotado de armas de fuego ante un contingente de guerreros tradicionales –los zulúes– que prácticamente no disponían de nada más que de primitivas armas blancas y que ganaron a base de movilidad, coraje y mucha mala leche (además de porque los mandos contrarios, como veremos, lo hicieron rematadamente mal, de juzgado de guardia, vamos). Como una extraordinaria metáfora de la batalla, en el cénit de la misma tuvo lugar un eclipse de sol. “En medio del combate el sol se volvió negro como la noche”, explicó un guerrero zulú".
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